jueves, 16 de marzo de 2017

De cómo llegué al club México (por propia voluntad) y de lo que allí aconteció



Por Daniela Arze-Vargas Donoso

Arrastrada por un ímpetu antes desconocido, oí hablar del valor del boxeo, de la semejanza de este deporte a la vida y del arte de combatir cuerpo a cuerpo. Había oído y leído de la vida de la Crespa Rodríguez en una entrevista que llegó a mis manos; leí también una biografía de Martín Vargas y de un tal Estanislao Loayza. La vida del iquiqueño, apodado Tani, me fascinó.
Busqué en diarios y revistas antiguas, fotos y campeonatos, también triunfos y derrotas. Hace un  tiempo pensaba que el boxeo era el tercer deporte más espantoso, esto porque los primeros dos serán siempre, para mí, las corridas de toro y los rodeos.
Se apoderó de mí un ánimo de lucha, un espíritu rabioso. Averigüé cuándo habría pelea, telefoneé a Dante y fui a la acción, convencida de que luego del combate sacaría algo en limpio, algo así  como una lección de vida importante y trascendental. Me interesé en  las reglas del juego y los nombres de los golpes. Busqué información de lugares donde se practica este deporte. Encontré clases y también ensayos a los que se podía asistir. Creí que para ser la primera vez que asistiría a un combate, este debía ser “de puños rosa”, como leí que eufemística, delicada o cursi, antiguamente se les llamaba a las peleas entre mujeres.
En  el  público, mayoritariamente masculino, se distinguían varias mujeres y también  niños. Necesité, de pronto, encontrar una confirmación de género, ver a alguien como yo. Sé que no existe claridad en lo que quiero decir con esto, pero ya está escrito y me cuesta renunciar a lo pensado. Cuando reflexionaba en todo esto, intentaba recordar un poco del espíritu que me había hecho llegar hasta acá, pero lo había olvidado y ahora miraba todo con asombro y extrañeza. Pensé  en la gente, en el cartel brillante que coronaba el escenario y en Dante, al cual no quise, en ese momento, mirar.
Vi a un grupo de señoras y a dos mujeres jóvenes que gritaron: ¡México, México! ¡Eh, eh, eh!, tras un derechazo.
Antes de llegar, cuando iba caminando en silencio junto a Dante, pensaba acerca de ¿Cuál sería mi candidata? En el acto pensé que me inclinaría por la más débil, si eso pudiera establecerlo yo. Me inclinaré  por la que vaya perdiendo, o reciba más golpes y resista estoica el combate. Reminiscencias de profesora, pensé.
No muy convencido, mi querido Dante, de alma sensible y espíritu altruista, esperaba algún gesto de arrepentimiento, de parte mía, que echara abajo el propósito que nos reunía a las nueve en metro Santa Ana y que, al mismo tiempo, lo librara de tan “violento” espectáculo, pero no lo encontró.
Dirección: San Pablo 1569. Comuna: Santiago Centro. Habíamos llegado. El recinto: un gimnasio. Su capacidad aproximada era de mil  personas. En un costado estaban las graderías, en donde una ubicación costaba cuatro mil pesos. Elegimos el sector vip que nos costó siete mil pesos. Quedamos cerca de donde se efectuaría la refriega. Pasaba el rato y llegaba cada vez más gente: familias, parejas, hombres y mujeres solas. El público que ingresaba al recinto venía alegre, venía como a disfrutar de un espectáculo. Esta actitud nos llamó mucho la atención. Minutos antes, Dante me había expresado que él sufría al ver sufrir.
El animador apareció en escena, indicando que faltaban menos de   diez minutos para comenzar. En los costados vendían completos, churrascos y bebidas. Dante  divisó a lo lejos a unos pesos pesados, seguro exboxeadores. Empezó a sonar la música de la película Rocky. Súbitamente me transporté a la película y yo era parte del público que sufría con  el último round. En el sueño era la mujer de Rocky, que alentaba al campeón, que yacía medio muerto con la cara moreteada en un costado del ring: ¡Vamos, Rocky!, me oí decir al despertar de la ensoñación. Dante me miró perplejo y el bochorno rápidamente se disipó con la voz del animador que anunciaba: a la izquierda: Violeta Vargas, alias la Leona. Apareció una mujer de pelo castaño y muy crespo y facciones delicadas. Iba  enfundada en una bata roja de seda. La boxeadora hizo un baile parecido a la danza árabe y luego una reverencia, que animó a Dante y entusiasmó al resto del público. A continuación, apareció desde el lado derecho la boxeadora Millaray Painefilo, alias Scáthach. También, ella vestía   una bata, esta era de un azul brillante.- Marri-Marri- dijo, enseñando ambas manos y mostrando sus palmas, extendiendo  sus dedos morenos y luego empuñándolos. Vi a Dante sacar el teléfono y escribir algo. Luego de un momento, le pregunté qué significa, a lo que él respondió: Scatha, nombre de la mitología celta. Scatha o Scáthach, es una diosa considerada un gran guerrero, cuyo nombre significa "la que provoca temor", también es llamada "la sombra". Ella vivía en la isla de Skye, en Escocia, y enseñó a muchos de los legendarios héroes celtas todas sus habilidades, incluyendo la magia. Percibí, en el público, ansiedad por la partida, ansiedad por ver cómo se libraría el combate.  En ese momento recordé un pasaje del libro La cima del mundo del escritor Norman Mailer: “El árbitro dio las instrucciones. Sonó la campana. Los primeros 15 segundos de un combate pueden ser todo el combate. Algo equivalente al primer beso en una relación amorosa”.
En una primera mirada de principiante, pude constatar cuál de las dos parecía más fuerte. En una segunda vista, luego de un jab de Violeta, cambié de opinión. La vi  distanciarse de su oponente y mantener la guardia. Leí que  El jab o directo de izquierda consiste en propinar un puñetazo con la mano izquierda (si se es diestro) extendiendo el codo rápidamente de forma paralela al suelo, y retrayéndolo a su posición inicial de forma rápida. Al mismo tiempo ella extendió el codo, luego hizo  una ligera rotación de cadera, que la ayudó a imprimir más fuerza al golpe. De esta manera, logró que éste se realizara de frente. Millaray movió tan rápido la cabeza, como si hubiese intuido lo que le aguardaba, logró esquivar el puño de su adversaria y   contestar con un cross o directo. Distinguí en Millaray técnica que seguramente había ganado, luego de  horas de esfuerzo y práctica.
Su  pierna derecha quedó detrás. Al mismo tiempo extendía el brazo para golpear. La vi traspasar el peso desde la pierna de atrás a la de adelante, lo que le permitió rotar el pie derecho sobre la punta y realizar así una pequeña rotación de cadera. A la Leona  este golpe la desestabilizó un poco, pero no lo suficiente. Reaccionó con furia, lo que produjo que tensara al máximo su musculatura. De esta forma, la fuerza en tensión se proyectó completa hacia la mano, efectuándose así  un certero  uppercut o upper. Este es  uno de los golpes más espectaculares, si se realiza con la fuerza adecuada. En este caso el golpe partió de la mano derecha y desde abajo. Vargas realizó su golpe en dirección vertical, el que fue directamente a impactar a la mandíbula de Scáthach.  La Leona  se    ayudó de una ligera extensión de rodillas para así golpear con toda la fuerza de su  torso a la machucada Millaray. Este último  golpe la aturdió y no alcanzó a reaccionar, cuando Violeta le dio el remate de crochet. La púgil realizó su golpe con la mano derecha y de forma   lateral, dirigido a la cabeza de su contrincante. Desde mi ubicación, estimé  el    golpe fuerte y más  lento que el jab, o el cross, por la trayectoria del brazo.
Leí, también, que este golpe  se puede realizar con ambas manos, pero Violeta usó   el crochet de derecha, que va acompañado de una rotación de  cadera. Podría haberlo dirigido a la zona baja del cuerpo (hacia los riñones), para lo cual es importante flexionar las rodillas, pero sin  inclinarse hacia adelante.
El árbitro determinó un descanso de treinta segundos para luego reanudar la pelea. Miré hacia la fila de los completos y vi a un precioso niño pequeño de grandes ojos negros, de tez morena y de rasgos mapuches. ¿Qué hacía ese niño ahí? Dante también lo miraba, quizás hacía más rato que yo. Se   preguntó lo mismo, lo sé. En el combate, Dante  me tomó la mano y en el último round, nos dimos un beso. Fue minutos antes de la visión del niño, de nuestra pregunta tácita y después de decirme que por favor nos fuéramos de   allí. Había pensado tantas veces antes en ese momento. Escenarios de parques, cerros, exposiciones, música, cine y teatro, pero jamás imaginé que un  combate boxeril sería el inicio de una nueva historia. Abandonamos la pelea sin saber su definición. La batalla seguiría librándose, seguro, en otro lugar.  


lunes, 13 de marzo de 2017

Fútbol y literatura: Un partido clásico



El pintor mexicano Rufino Tamayo decía que sus colores eran los más baratos, los tonos de la tierra, y que a esos colores mezclados y matizados oponía otros más vivos, rabiosos y brillantes que provenían de las frutas que había visto en su infancia.
A mí, cuando me preguntan de dónde proviene mi literatura, respondo que de los partidos de la calle, de esos que dejaban las rodillas, los codos pelados, y los anteojos quebrados; de esos partidos que se jugaban con una pelota plástica que traía un dibujo de un mapamundi. Partidos eternos y con sabrosos entretiempos de pan con mortadela y tecito. Sí, eran esos duelos que solamente podían finalizar con el “último gol gana todo” o con el llamado de mamá: “Entrarse, que mañana hay que ir al colegio”.
Mi amor por la lectura fue estimulado casualmente por mi padre, cuando traía a casa el “Fortín Mapocho” y “La Época”, o cuando me compraba en el persa las revistas “Estadio”, “Barrabases”, “Triunfo”, “Deporte Total” y “Don Balón”. 
A partir de la revista “El Gráfico”, me hice admirador del periodismo argentino y de algunos escritores de ese país, como Roberto Fontanarrosa, Osvaldo Soriano y Eduardo Sacheri. Este último es un acérrimo hincha de Independiente de Avellaneda y lo plasma con emotividad en su cuento “Independiente,  mi viejo y yo”.  Para Sacheri: “Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida del hombre, con sus cosas más esenciales. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida, pero de algo estoy seguro: No saben nada de fútbol”. El filósofo y novelista Albert Camus clama “Lo que finalmente sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”. Y para Jean Paul Sartre: “El fútbol es una metáfora de la vida”.
El escritor chileno Felipe Risco Cataldo reconoce que: “Soy un futbolista frustrado y tenía una gran admiración por Julio Martínez; tenía una pluma muy interesante, es uno de los padres del periodismo deportivo chileno”. El comentarista deslumbró en revista “Estadio”, Radio Minería y Canal 13, y casi como una ley era la frase: “Lo dijo Julito Martínez”. En 2009, el periodista Edgardo Marín compiló las mejores columnas de Don Julio sobre la selección chilena, un texto donde el cronista se muestra en su faceta más crítica, analítica e irascible. El poeta Floridor Pérez publicó en 2003, Poesía chilena del deporte y los juegos”, una compilación lúdica que une actividad deportiva y literatura, más allá del horizonte occidental de comprensión de ambos ámbitos. Allí aparece el poema “Los jugadores” de Pablo Neruda: “Juegan, juegan. Los miro entre la vaga bruma del gas y el humo. Y mirando estos hombres sé que la vida es triste”.
Y no le quito más tiempo, porque si me acuerdo de Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Juan Sasturain, Martín Caparrós, Juan Villoro, Roberto Rabi, Víctor Hugo Ortega, Luis Osses Guiñez, Eduardo Santa Cruz y Reinaldo Marchant, este artículo se va a extender de la misma forma que esos partidos de marcador infinito con entretiempos de pan con mortadela y tecito. Sin lugar a dudas, el fútbol y la literatura protagonizan esos duelos que estremecen a los fanáticos y a los que se les llaman clásicos.