La película ya la habíamos visto antes y el terrible desenlace también
lo presagiábamos. No obstante, el suspenso siempre se encarga de regalarnos esos
epílogos tan impredecibles en las tramas. Es que al frente no solamente estaba
el mejor jugador del mundo y una de las escuadras más ganadoras del certamen,
sino que el peso de una historia adversa y colmada de penurias, que en instancias
definitorias siempre nos recordaba que nunca habíamos ganado nada.
Mi generación creció con tantas restricciones y con tantas historias de
derrotas y de segundos lugares, que hasta la fe la teníamos algo perdida. ¡Sí,
la copa estaba ahí! Pero dígame si no le tiritó la pera o no le sudaron las
manos cuando se acabó el alargue y nos fuimos a los penales.
Para la Copa América de Argentina 1987, tenía diez años cumplidos y mis
ojos de niño ya sabían distinguir entre la realidad y la ciencia ficción. Hay
situaciones que no se olvidan y una de esas es la goleada a los brasileños por
4 a 0 y la portentosa jornada de Roberto “Cóndor” Rojas. Las derrotas tampoco
se olvidan y pucha que nos dolió ese gol de Pablo Bengoechea en la final contra
los uruguayos.
En 28 años pasan muchas cosas en la vida. Mueren los dictadores, algunos
amores se van, la tierra se sacude, los mares se levantan y los cracks se
retiran. Sin embargo, esa espina seguía clavada ahí. Chile nunca más jugó una
final de Copa América hasta este 4 de julio.
El arranque en la cita regional, fue bastante flojo ante Ecuador y el empate
frente a los mexicanos dejó más dudas que certezas. Aquí un punto de inflexión
en la campaña: cuando Eduardo Vargas y Alexis Sánchez alternan posiciones sin
el consentimiento del entrenador casildense. La línea de tres tampoco resistía
otro confronte más y los jugadores se lo manifestaron al staff técnico. El “Vidalazo”,
en tanto, estremeció la unidad del grupo y el liderazgo del coach trasandino. La
goleada frente a los bolivianos sirvió como un bálsamo de confianza y una instancia
para reconciliarse definitivamente con una hinchada que se mostraba algo fría
en los duelos preliminares.
El partido con Uruguay fue el examen para graduarse de guapo y del mejor
de la competencia. El triunfo ante un dignísimo Perú, ratificaría el alza y
timbraría los pasajes a la final.
La selección de Argentina, en la otra llave de semifinales, ganaba,
gustaba y goleaba a Paraguay y de paso nos dejaba un poco ansiosos de cara a la
conquista de ese cetro tan esquivo y anhelado. Pero esta vez había algo
diferente, había ilusión pero no temor. Quizás la calidad del conjunto chileno
hacía que las esperanzas de los hinchas se depositaran más que nunca en este
puñado de jugadores y en su adiestrador.
El empresario Leonardo Farkas repartió 40 mil banderitas y coloreó oportunamente
el Estadio Nacional de blanco, azul y rojo. Será populismo o como se le quiera interpretar,
pero la iniciativa fue un total acierto. Tal como dijo don Sampa, la idea era
que Argentina no la tuviera fácil desde el primer minuto que ingresara al
gramado. Y así fue no más.
El hambre y el ímpetu de Chile apagaron el talento de Messi y compañía. Esta
vez la gloria no era para los de camiseta albiceleste sino para Gary, Matías, Bravo,
Charles, Marcelo Díaz y para los diecisiete millones de chilenos que empujaron
la pelota en el penal de Alexis.
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