Mi infancia la caminé por el Chile gris y decadente de los ochenta. Días
en que sentía el escalofrío que produce el miedo y donde la anestesia
televisiva invitaba a reír cuando todos estuviesen tristes.
Mis ojos de niño fueron testigos presenciales de
algunos sucesos como las protestas, la visita del Papa Juan Pablo II, el paro
nacional de trabajadores y obreros de Ferrocarriles del Estado y el proceso
eleccionario de 1989 que puso fin a la dictadura de Augusto Pinochet.
Entre tantas sombras, el fútbol le entregaba algunas
pizcas de alegría al pueblo con una figura que descollaba en el pórtico de
Colo-Colo y la Selección Chilena: Roberto Antonio Rojas Salinas, el “Cóndor”.
Este guardavallas marcó una época y sigue estando en
mi mente con la tapada a José Velásquez en Lima por las eliminatorias de 1985 o
con la muralla que le puso a Müller en el Brasil 0 - Chile 4 de la Copa América
‘87. Tampoco se me olvida la atajada a Ricardo Toro de Palestino en la final
del Campeonato Nacional de 1986. Asimismo, el partido en Wembley en 1989,
cuando los ingleses no pudieron con nuestra táctica del murciélago. Y cómo no
volver a estremecerse con el tiro de Branco y la contorsión felina en aquella
fatídica tarde del Maracanazo, el partido en que la conciencia y los espectros
de Rojas le dijeron que había que ganar de cualquier forma.
Muchos dicen que el portero truncó a una generación,
pero esta camada no tuvo los argumentos futbolísticos para ir al Mundial de
México 1986 (Rojas, Hisis, Vera, Aravena, Yáñez y Puebla), cayendo con Paraguay
en el repechaje, ni para ganar la Copa América organizada en Chile en 1991
(Pizarro, Rubio, Yáñez, Zamorano). Quizás con Rojas en el Milan o el Real
Madrid llegábamos a Estados Unidos ‘94. Además, Fernando Astengo pasaba por un
momento estelar en el Gremio y en los años posteriores vino la irrupción de
Iván Zamorano en España y el Colo-Colo que alzó la Copa Libertadores de 1991.
Quién sabe si se hubiera clasificado con todos estos elementos en su máxima
algidez.
El “Cóndor” se equivocó adentro de una cancha de
fútbol y pagó. Sin embargo, en Chile recibió la condena más perpetua de todas,
porque en esta sociedad moralista los errores nunca se terminan de saldar.
Aunque el indulto de la FIFA en 2001 fue un alivio moral a sus 42 años, no fue
suficiente para recuperar al gran y extraordinario deportista.
Igualmente, en la despedida de Zamorano, el 23 de
diciembre de 2003, recibió los aplausos compensatorios del Estadio Nacional. “Me
llama Iván (Zamorano) un día antes y me dice: ‘Espero que juegues en mi
despedida’. ‘¿Cómo?, le digo. ‘No traje zapatos’. ‘No te preocupes’, me dijo,
‘tienes que jugar’. Cuando entré a la cancha fue una cosa bonita… sentir los
aplausos. Es el reconocimiento de lo que uno hizo dentro y fuera de la cancha.
El pueblo chileno es solidario, porque el único perjudicado de toda la historia
fui yo”. Para algunos fue un héroe, para otros un villano. Para mí, el mejor
que vi.
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